Un equipo de arquitectos y artistas de todo el
país eligió, a pedido de Ñ, las obras imprescindibles a cielo abierto de la Argentina , con una
variable común a todas: el acceso libre y gratuito. Canto al Trabajo (Buenos
Aires) y Al Ejército de los Andes (Mendoza), a la cabeza de las preferencias.
POR MERCEDES PEREZ BERGLIAFFA
Al centro o al
margen, pero siempre en la ciudad. Ahí es donde nacen las llamadas “obras de
arte en espacio público”. Desde grafitis hasta monumentos históricos, desde
edificios hasta murales, esculturas decorativas e intervenciones artísticas,
existen muchas tipologías y tienen diferencias amplias. Aquí tuvimos una
pequeña, reciente –y triste– época de oro para las intervenciones urbanas.
Ocurrió desde el 2001 hasta alrededor del 2007. Entonces, las calles hervían. Y
este tipo de obras, también. Desde entonces, la temperatura de las
intervenciones todavía no descendió: tiene altas y bajas.
Actualmente,
algunos más planificados que otros –no es lo mismo crear un monumento de 500
kilos que crear (intervenir) con aerosol una publicidad impresa sobre papel–,
el arte ubicado en el espacio público tiene una característica común: el acceso
libre y gratuito. Funciona, así, como recordatorio al paso. Como memorial
–snack urbano, de rápido bocado pero lenta digestión–. Sin embargo, algunas
obras llegan a cumplir una condición que otras no: algunas, con el tiempo y
gracias al pueblo –y a la apropiación que éste hace de estas obras–, llegan a
convertirse en patrimonio cultural.
Poniendo el
acento en la importancia de este tipo de obras de arte tan especial, Ñ consultó
a trece especialistas de todo el país, desde Misiones a Ushuaia, pidiéndoles
que eligieran los trabajos que, a su parecer, son los más representativos a
nivel nacional. Y las obras que seleccionaron fueron, en su mayoría,
monumentos, categoría a la que pertenecen las dos obras elegidas por los expertos
como la más destacadas en territorio nacional: Canto al Trabajo, de Rogelio
Yrurtia (Buenos Aires, 1907), y Monumento al Ejército de los Andes, de Juan
Manuel Ferrari (Mendoza, 1914).
“Monumentos
–dirá más tarde Marina Aguerre, historiadora del arte especializada en el tema–
esas obras que se diferencian de las esculturas por su carácter conmemorativo y
su fin predetermifuenado”. Por haber sido elegido por la mayoría de los
especialistas, entonces, es que surgen las preguntas. Cuando alguien dice “monumento”
inmediatamente aparece, en el imaginario general, la visión de un héroe a
caballo realizado en bronce. Pero parecería que los monumentos contemporáneos
ya no son así. ¿Qué diferencias existen?
“Durante mucho
tiempo se auguró el fin, la muerte del monumento conmemorativo –contesta
Aguerre–. Se decía que era un objeto que había tenido su sentido en una
determinada época, como en los siglos XIX o XX. Sin embargo, lo que se ve es
que, como objetos simbólicos, los monumentos contemporáneos siguen teniendo el
mismo carácter de conmemoración. Y hay otro fin que siguen manteniendo: el
pedagógico.
Por otra parte,
no hay que olvidar los recursos estéticos a los que se apelaron en los
distintos momentos: la escultura conmemorativa de fines del siglo XIX y principios
del siglo XX era absolutamente realista. Por lo tanto predetermimucho más
decodificable que estas obras contemporáneas abstractas, hechas con materiales
no necesariamente caros ni valorados en términos de su materialidad.
De los Españoles. A. Querol y otros, Buenos Aires, 1927 |
“Buenos Aires es
una ciudad que tiene muchísimas obras de arte en el espacio público –comenta
por su parte Silvia Fajre, arquitecta especializada en patrimonio y ex ministra
de Cultura de la Ciudad
de Buenos Aires– algunas de una calidad excepcional. Y conviven con dos
criterios: algunas fueron emplazadas desde un concepto de adorno o
embellecimiento de un lugar, dentro de una ciudad mucho más planificada,
como pasa con el monumento De los Españoles, por ejemplo. Hay otras obras de
arte que se instalaron posteriormente en el espacio público, que pasaron
a enriquecerlo, pero que no fueron pensadas de forma especial ni con tal fin,
como por ejemplo las obras que están en la Avenida 9 de Julio. Estas vienen como adición al
mensaje público existente, dado que la 9 de Julio nunca fue prevista como
un paseo de las esculturas”. ¿Quién decide qué obra va emplazada en
determinado lugar? “Quien decide qué obra y dónde, es un proceso no muy claro
–sigue Fajre–. Muchas veces es el resultado de circunstancias muy particulares,
como la donación de una obra, o la voluntad política de poner una obra en
determinado lugar. Pero este proceso que, justamente, debería ser muy aceitado,
no lo es. No existe un plan de localización de obras en el espacio público”.
¿Cómo distinguir
lo que merece ser recordado de lo que no, dentro del espacio público? “Lo que
merece ser recordado va mucho cargar de una serie de contenidos, en
función de que la gente lo elige como un ícono muy significativo. Y supongo que
lo eligen no sólo por su valor estético, sino porque ocupa un lugar estratégico
dentro de la ciudad, en el cual su mensaje cobra otra dimensión.”
“El Obelisco fue
una consecuencia de la decisión del espacio público, no fue generador del
espacio público –comenta por su parte el arquitecto Ramón Gutiérrez–. A los tres
meses de construido, el Concejo Deliberante decidió demolerlo. Lo votó. Pero el
presidente Justo determinó que, con menos de un año de vida, fuera monumento nacional. Y así se salvó el
Obelisco. A nadie hoy se le ocurriría demolerlo. Pero eso demuestra cómo el
problema de la apropiación patrimonial es un tema contextual, de época”.
Como resultado
del proyecto planteado por Ñ, otro tipo de obra resultó elegida por los
especialistas reiteradamente: los murales, una expresión importante en el arte
de espacio público de nuestro país. Como el realizado por el artista Pablo
Siquier en 2009, en el edificio Los Molinos de Puerto Madero, o el de Luis
Seoane, de 1960, en la sala Casacuberta del Teatro General San Martín, “un
mural que, más allá de sus extraordinarias dimensiones y tal como pasa con otros grandes murales de Buenos
Aires, corre el riesgo de pasar desapercibido como un motivo más de decoración,
por la disposición de los elementos de la arquitectura”, dice sobre él el
artista Eduardo Stupía, uno de los consultados. El tercer mural que resultó
elegido por los especialistas fue el del edificio de Correos de Ushuaia.
No sorprende que
la pintura mural haya llamado la atención de varios de los consultados, en
regiones tan diferentes, dado que la Argentina existe una interesante tradición
de pintores muralistas, como los del Taller de arte mural, formado por Antonio
Berni, Juan C. Castagnino, Lino E. Spilimbergo y Demetrio Urruchúa –quienes,
junto con Manuel Colmeira Guimaraes, pintaron, en 1946, los murales de las
Galerías Pacífico–.
También son
importantes los murales de la escuela-taller de Benito Quinquela Martín en La Boca (1936), los murales en
mayólica que aparecen en las estaciones de subte de Buenos Aires, realizados
muchos de ellos durante la década de 1930, reproduciendo obras de artistas
ya conocidos; los frescos de Castagnino, Policastro y Urruchúa en la
galería San José del barrio de Flores (1956); los frescos de Battle
Planas, Leopoldo Presas, Leopoldo Torres Agüero, Getrudis Chale, Noemí
Gerstein y Raúl Soldi de la galería Santa Fe, en Recoleta (1954-56); los más de
30 murales de la ciudad de Corrientes, realizados por el grupo Arte ahora
(1980-1990).
Aunque, claro,
de todos ellos, sólo los de Corrientes se ubican en la calle. Y también
los realizados recientemente por camadas de artistas jóvenes, con técnicas
alternativas y de permanencia efímera. ¿La coincidencia de unos y otros?
Su voluntad de libre acceso y participación, una voluntad activa, dinámica.
Generadora. Un estímulo al diálogo. Como lo es la misma calle, escenario y
paraíso del arte público.
Artículo publicado en la Revista Ñ, el 23 de noviembre de 2012
(Leer completo en: El mejor arte del espacio público)